Tránsito

Tránsito

Por Nelly Perazzo
Miembro de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes

Menciona Ana María Barrenechea que Borges, en una conferencia dedicada a Poe, analizó los procedimientos utilizados por el artista para crear un ambiente de irrealidad y horror y destacó entre ellos la arquitectura laberíntica.

Marina Papadópoulos prosiguiendo sus investigaciones en el polimorfo espacio de la escultura contemporánea, nos convoca a un recorrido que si bien no puede ser llamado estrictamente laberinto por ser unidireccional, sin opciones, organiza como éste una deriva con expectativas.

El ambiente de irrealidad lo provoca incitando a este deambular que conlleva una subversión de la temporalidad cotidiana. El espacio está intervenido, ordena un itinerario, austero, sin concesiones ni pistas acerca del desenlace.
Los laberintos, como las escaleras de las cuales se desconoce el fin o el punto de llegada, producen un particular desasosiego.

En sus obras anteriores Marina ha utilizado el componente arquitectónico de la escalera, de aquéllas de las que habla Borges “… adheridas aéreamente al costado de un muro monumental morían sin llegar a ninguna parte…”
La preocupación por lo enigmático no es nueva en la obra de esta artista.

El recorrido da cierto margen de reflexión.
El espectador está avanzando por los vericuetos predeterminados de un espacio acotado que está fuera de su experiencia rutinaria.

El diccionario de iconografía y simbología dice que el laberinto anuncia la presencia de cualquier cosa preciosa, escondida o sagrada. Conduce también hacia el interior de sí mismo.

¿Se está en el umbral de una revelación, de una clave, de un rasgo de humor, de un desconcierto, de una sorpresa?
No caben las impaciencias. Estamos en tránsito, instalados en un intervalo.

Lo maravilloso llega al espanto. Lo siniestro es parte de nosotros mismos, dice la artista.
Y allí están –como escribe el poeta Rodolfo Modern- “los clavos del espanto (que) cubrieron las paredes… sofocaron el fulgor de las estrellas… horadaron el majestuoso curso del tiempo”.

El alma secreta de los antiguos laberintos tenía relación con la violencia. Esa violencia fundadora o extendida –como ha escrito René Girard- detrás de todas las formas mitológicas y rituales.

Aquí también se trata de una violencia simbolizada. Queda librado a la imaginación del espectador ver si se trata de la irracionalidad del universo, de una lectura del horror, no onírico ni alucinatorio sino real, de ciertos aspectos de la vida contemporánea: el acoso, el desgarramiento, la herida, la incertidumbre…

Sin duda hay una concepción trágica, un deseo de volver a colocar en nuestro campo de atención la idea de la perennidad del sufrimiento humano.

La plancha de plomo de la cual emergen los clavos tiene también terrible connotación simbólica.
Hay un choque entre ese recorrido que contiene ecos de un orden ideal y la vivencia de la oscuridad que forma parte de nosotros mismos y de nuestro estar en el mundo.

Marina Papadópoulos enuncia en forma escueta y despojada y desaparece.
Nos hacer compartir experiencias y preocupaciones pero nos remite a nuestra soledad.
Instala una metáfora poética, como enigmático desafío a nuestras posibilidades (o imposibilidades) de desciframiento.